En el estreno de ‘El sueño de la vida’

José Antonio Alba

Han transcurrido casi dos décadas desde que vi por primera vez en escena uno de mis textos. Desde entonces, y con todos los altibajos de una profesión tan fiera como hermosa, he tenido la fortuna de participar en proyectos muy distintos, siempre junto a compañeros y compañeras de los que he aprendido y de los que quiero seguir aprendiendo.

Ya fuera en La casa de la portera con Cliff, o en el Teatro de la Zarzuela con la Electra del Ballet Nacional de España, en la cercanía magnífica del Teatro del Barrio con Los días de la nieve, o en el Teatro Romano de Mérida con Troyanas, por poner sólo algunos ejemplos, he tratado siempre de compartir un fragmento de lo que somos más adentro pese al ruido insolente de nuestro tiempo; de colocar en el centro de la experiencia los cuerpos y la potencia subversiva de un lenguaje no pragmático, no literal, no instrumental, no arrodillado ante lo que algunos llaman “lo real” y que no es más que apariencia y servidumbre; un lenguaje en definitiva más humano o que señale esa humanidad perseguida. Un lenguaje que quizá algunos puedan tildar, en su derecho, de poco verosímil. Pero, ¿respecto a qué? Para mí la obra no es la reproducción lógica de nada que exista afuera, porque no existe, porque es juego sagrado, porque es pacto, porque la obra es la misma cosa, con sus normas únicas y singulares. Entonces un lenguaje que produzca una descarga en el cotidiano. Del intento hablo. En la certera expresión de Mayorga, entregar al mundo no tanto su ruido sino su poesía, que siempre tiene algo de luz oscura.

En este intento he sentido muchas veces el encuentro cálido con los espectadores, la rara comunión entre el patio de butacas y la escena; la respiración, el bombeo de corazón compartidos. Otras veces no ha sido así, o lo ha sido desde un lugar más inflamable o incluso hostil. Y está bien y es necesario, porque el teatro debe congregar y disgregar, porque no se trata de propiciar la aprobación sino el encuentro, una emboscada, para unos y para otros, para los del escenario y para los del patio de butacas. Porque se trata de hacer por el deseo de hacer, porque se trata de hacer porque no se puede dejar de hacer, porque se trata de hacer mientras nos dejen hacer. Porque se volverá a producir el encuentro quizá y se volverá también a “fracasar”, pero trataremos de que sea un fracaso mejor, como pedía Beckett.

En todos estos años han sido tres las veces que me he acercado, de un modo u otro, a la figura de Federico García Lorca. Primero con La piedra oscura (2015), luego con la versión de Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (2017) y ahora con El sueño de la vida (2019). Tres operaciones dramatúrgicas bien distintas: el texto propio, una versión, y una escritura imantada (o una escritura a partir de), respectivamente.

Me han preguntado en alguna ocasión si no temo que mi nombre esté tan ligado a su magisterio. ¿Por qué iba a temerlo? Uno tiene maestros entre los vivos y maestros entre los muertos. Y García Lorca es para mí uno de los más importantes. Con El sueño de la vida cierro una suerte de trilogía que no concebí como tal, pero que se ha ido formando en el último lustro, mientras se sucedían otros trabajos que nada tenían que ver con él: Cliff, Los días de la nieve, Rinconete y Cortadillo, Ushuaia, Odisea, etc.

Es cierto que Lorca es una potencia infinita. Por muchas razones, todo proyecto que se acerca a su órbita gravitacional provoca un interés encendido (en un sentido u otro). Ahora algunos dicen que están cansados de “tanto Lorca”, de esta supuesta moda lorquiana. Pero yo creo que hay algo en nuestro tiempo que está convocándolo, que nuestro presente le está pidiendo auxilio ante una oscuridad muy parecida, que buscamos en sus obras y en su vida un poco de agua fresca y de consuelo. Porque vienen tiempos turbios y la vida (y asesinato) de García Lorca nos deja una brújula luminosa en el centro del pecho.

Supe desde el principio que El sueño de la vida iba a provocar algunas incomprensiones. Una y otra vez he insistido en que mi intento no ha sido el de concluir una obra que siempre estará por concluir; que si he seguido adelante, aun a sabiendas que mi escritura siempre será pequeña al lado de la de Lorca (que va a quedar derrotada desde ciertas lógicas), que llegarían las críticas y los recelos, es porque sentía el deseo de hacerlo, la necesidad de hacerlo, la alegría de hacerlo.

El sueño no pretende terminar Comedia sin título, no pretende emular una voz, no pretende restaurar nada perdido. Sé que los titulares han de ser afilados, sé que nos cuesta cada vez atender más al detalle, al matiz, al pliegue. Pero también creo firmemente que debemos cuidar las palabras para que ellas cuiden del nosotros, para que nos protegen frente a los que las emplean para levantar odio. El sueño de la vida es un diálogo con la Comedia sin título, un encuentro de un pasado que se parece fieramente al presente y de un presente que quizá debe aprender de su pasado. No se ha pintado encima de un lienzo, no se ha derribado nada para construir otra cosa. La Comedia sin título, esas páginas manuscritos de un proyecto nunca concluido, estarán allí siempre, dispuestas a abrirse a la eterna novedad del mundo y, por tanto, de ser otra cosa.

Como está a punto de ser teatro, que sea el teatro ya quien acerque al espectador El sueño de la vida y sus posibles sentidos. Ahora ya no estamos ante un texto (cuya primera versión está publicada por Cátedra) sino ante una obra de teatro. Una obra que dirige, qué fortuna, Lluís Pasqual y que cuenta con un equipo artístico y técnico excepcional. El propio Pasqual habló en la presentación del espectáculo de una decisión que en un principio fue sorpresiva para mí. Ha convertido el segundo acto en un ensayo de “la obra”, incidiendo así en su voluntad de tentativa y ahondando también en la naturaleza metateatral de toda la propuesta, difuminando los límites entre la ficción y la realidad. Así este segundo acto es ensayo de una agonía, la ordenación posible de un sueño.

El sueño de la vida se estrena en el Teatro Español, allí donde creo que Lorca pensó que debía suceder la Comedia sin título. Gracias a todos los que lo han hecho posible. Que la poesía se levante del libro y se haga carne.

Espectadora 2ª.- No seas cruel conmigo. ¡Yo sólo quería ver la comedia!

Espectador 2º.- Si fueras como las otras mujeres, que se conforman con dar de comer a los pequeños animales planos o con el millón de muertecitas que tienen en el mercado. Pero a ti te gusta el teatro y ver las formas vivas, ¡vivas! ¿Por qué te habré hecho caso? Mi abuelo, que era un hombre bueno, quiso que mi padre fuera taxidermista como él. Y mi padre, que perdió un brazo en Viena, quiso que yo fuera taxidermista como él. Y yo hubiera tenido una vida feliz de taxidermista si no me hubiera casado contigo. En este precioso momento estaría masticando tabaco y poniéndole los ojos a ese zorro azulado que me espera en el zaguán. ¡Pero tuve que dar contigo! ¡Alegre! Si te compro un abrigo de piel ya estás pensando en qué foyer lucirlo; si te compro unos zarcillos quieres que te lleve al hipódromo para presumir. ¡Y a mí no me gusta el sudor de los caballos ni el olor turbio de la hierba!

Espectadora 2ª.- Enrique, no me digas esas cosas delante de la gente.

Espectador 2º.- Ahora te preocupa la gente. ¿No querías venir al teatro y ver a otras personas? ¿Por qué no eres como las otras mujeres que sollozan con las imágenes de Cristo en la cruz, en silencio, con los cuellos tronchados? ¿Usted lo sabe?

Hombre.- ¿Me pregunta a mí?

Estudiante.- ¡Es suficiente!

Espectador 2º.- No sabe ni empuñar el arma. Devuélvemela. Vuestra revolución está condenada a fracasar porque no amáis la pólvora. Y las naciones eternas no se construyen con palabras y cascabeles sino con plomo y azufre. Un tanque nos enseña más de Dios que toda la filosofía. Eso lo sabemos los hombres de bien: los que amamos el billar y los chalecos de los cazadores. ¿Aún no lo ha entendido? El único ejercicio teológico indiscutible es la tauromaquia.

Estudiante.- ¡Silencio!

Espectador 2º.- ¿No me cree? Me ha quitado esa pistola con la que maté a tres de sus compañeros. Pero usted no se atreve a volarme la cabeza con el mismo cañón.

El sueño de la vida, fragmento del Acto Segundo.

Texto Alberto Conejero

Fotos Sergio Parra

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