ENTREVISTA A ISRAEL ELEJALDE, QUE DIRIGE ‘TAN SOLO EL FIN DEL MUNDO’

Israel Elejalde: «Conformamos toda nuestra vida a través de lo que imaginamos que piensa el otro. Pero nunca lo preguntamos»

La obra de Jean-Luc Lagarce estará en las Naves del Español del 29 de noviembre al 7 de enero.

Luna Paredes

Tan solo el fin del mundo es una obra del francés Jean-Luc Lagarce que muestra a una familia. Uno de los hijos, Louis, después de haber huido hace años, vuelve a casa para comunicar que va a morir. Pero en esa familia la comunicación se hace imposible. Siempre. Indefectiblemente.

Leer a Lagarce es como conducir con el freno de mano puesto. Es imposible avanzar hacia ningún lado, ya no porque el camino sea intransitable, sino porque el propio motor no funciona. En un texto sin apartes ni indicaciones, los personajes hablan sin decir nada. Sin lograr comunicarse. Leer a Lagarce es duro y es violento. Y por eso engancha.

Eso le debió de ocurrir a Israel Elejalde, que dirige esta obra en las Naves del Español, y que podrá verse del 29 de noviembre al 7 de enero. Con él charlamos sobre el teatro, la palabra y la poesía.

Israel Elejalde dirige 'Tan solo el fin del mundo'

Israel Elejalde dirige ‘Tan solo el fin del mundo’

¿Cómo estás?

Israel Elejalde: Muy bien, la verdad que estoy muy contento con lo que estamos montando. Tengo un reparto de actores estupendo, y esa es una enorme base para poder construir.

¿Cómo llegaste a Tan solo el fin del mundo?

I. E.: Es una obra que leí hace como quince años. Pero tampoco llegué a entenderla muy bien. Eso pasa mucho con las lecturas; a mí me ha pasado mucho. En aquel momento me parecía demasiado complicado, intrincado. Y justo cuando empezamos con el proyecto del Pavón Kamikaze lo releí y la verdad es que me golpeó muy fuerte y se puso un poco en la bandeja de salida. Era un montaje que yo quería haber hecho para la última temporada del Pavón, pero no pudo ser. Se convirtió en una cuenta pendiente y varios años después puedo llevarla a cabo.

¿Y qué impresión tuviste cuando volviste a leerla?

I. E.: La vida de uno también marca mucho la recepción de los textos, ¿no? Cuando la leí la primera vez, mis padres no habían fallecido; cuando la leí la segunda vez, mis padres ya había fallecido. Y esta diferencia esencial hace que abordes esa lectura de una manera muy diferente. Porque es un texto que habla sobre lo trascendente, sobre la existencia, sobre el miedo que tenemos a desaparecer, a que desaparezcan los otros… Y sobre todo habla de la familia, de ese lugar, que puede ser un refugio, pero también un agujero con el que te tropiezas durante toda tu vida. Ese lugar donde te has conformado, donde te has hecho persona, y que, de niño, de alguna forma era una especie de paraíso. Donde todo el ordenamiento vital estaba estructurado por una autoridad, que eran tus padres, que eran los que te protegían y los que te daban las reglas de juego. Después uno se hace mayor, los padres desaparecen y la vida se complica.

Elenco de 'Tan solo el fin del mundo'

Elenco de ‘Tan solo el fin del mundo’

Me gusta mucho ese enfoque familiar. Yo creo que cada lector puede llegar a conclusiones distintas con este texto, porque no está cerrado y es tremendamente poético. Al leerlo, a mí me impactaron esos personajes que no consiguen entenderse. Y es terrible que eso pase, como dices, en la familia, ¿no? ¿Cómo estás trabajando esa falta de comunicación?

I. E.: Pues otro de los grandes temas que hay en la función es precisamente el lenguaje, ¿no? Cómo el lenguaje, esta arma que nos han dado para intentar comunicarnos, para intentar transmitir a los otros qué es lo que nos está pasando, muchas veces se convierte en un fracaso. Lagarce era un amante de esa búsqueda del lenguaje como acto de comunicación fracasado. A la vez, su lenguaje es muy poético. Pero fundamentalmente es un intento de ser preciso y no conseguirlo, ¿no? Así que realmente los personajes no se comunican. Hay muchas palabras en la función, pero permanece siempre una sensación frustrante de que no han conseguido llegar al otro; que ni siquiera han conseguido llegarse a sí mismos, ¿sabes? Ni siquiera saben exactamente qué les ocurre dentro, y hacen esfuerzos por intentar asimilar qué les pasa a ellos para después poder transmitirlo a los demás. Es un trabajo que me gusta mucho, el de la palabra. Mi carrera se ha formado alrededor de ese mundo. Por eso también he tratado de facilitar, a veces, esa sensación del texto como algo demasiado intrincado, para que llegue de una manera mucho más directa al público.

Has intervenido el texto de alguna manera, en algunos casos, entonces.

I. E.: Muy poco, muy poco, es decir, el 97 % es Lagarce, y el 3 %… también, pero con ligeros cambios. Algunas cosas cambian de sitio, o en los grandes monólogos a veces los otros personajes proponen alguna interrupción, alguna repetición para facilitar que ese acto que sea una comunicación más real.

Con la lectura, yo siento que hay mucha violencia contenida en la obra. ¿Tú también lo crees?

I. E.: Bueno, sí, es una violencia por la frustración constante que ellos tienen. Pero, a la vez, para mí es una obra que habla del amor de esa familia, de un amor que no pueden transmitir. Esto pasa muchas veces. Es una familia que no se dice «te quiero», pero se ama igualmente. Louis, el protagonista, después de haber estado durante años sin volver a esa casa, cuando sabe que va a morirse, considera que la única manera de cerrar su vida es volver a ese lugar y entregarles la noticia. No creo que haya un acto de amor más grande. Lo que pasa es que no puede transmitirlo. Y esa frustración es la que genera esa violencia. O también está el personaje de Antoine, que está absolutamente encerrado, frustrado, que siente la presencia de su hermano como la de un fantasma que de alguna manera lo inhabilita como hombre. Y hablo de «hombre» en sistema patriarcal, ¿sabes? Pero también como ser humano que considera que el éxito de su hermano lo inhabilita, lo destroza, de alguna forma. Y ahí sí que hay una enorme violencia provocada por el amor, porque Antoine admira profundamente a su hermano, y esa admiración le hace sentirse a él muy pequeño.

También es muy bonito que él, que es el personaje más cerrado, como dices, sea el que más habla en la obra. El que destapa el tapón y suelta todo.

I. E.: Sí, y es él el único que claramente dice «te quiero». Ese tipo de relaciones se dan mucho, sobre todo con las relaciones fraternales. Tú amas a tu hermano y a la vez lo detestas. Y esa sensación te hace daño, no solamente por lo que creas que le puedes echar en cara, sino porque tú sientes que no deberías sentir eso.

¿Habías visto alguna representación de esta función?

I. E.: No, no he visto ninguna representación. Creo que aquí solo se ha representado en Cataluña, en catalán. Y no he podido verla tampoco en Francia. Vi una lectura dramatizada que hay colgada en internet porque me interesaba escucharla. El texto de Lagarce es muy musical, muy poético y a la vez muy natural. Y quería ver cómo conviven esos dos mundos: el realismo y esa fuerza simbólica y llena de poesía.

Y en cuanto a esta poesía de la que hablas, tú has incluido un bailarín. ¿Por qué?

I. E.: Louis es un personaje que habla sobre todo cuando está solo. Entonces, quise que hubiera un desdoblamiento de este personaje: uno más mental, más racional, y otro más poético. Quería encontrar un vehículo para mostrar el tormento que tiene dentro, lo que él no puede sacar. Su cabeza es tan poderosa que consigue compartimentar todo, pero en verdad el volcán está ahí. Y me parecía que la danza podría ser una buena forma de poder acceder al interior del personaje.

En este sentido, ¿tiene importancia el espacio sonoro en tu propuesta?

I. E.: Sí, tiene muchísima importancia. Hemos hecho una banda sonora. Para mí era muy importante construir un pabellón sonoro que facilitara saber qué está pasando en ese maremágnum de palabras. La música me parecía muy importante y tiene una presencia fundamental.

¿Y a qué suena Tan solo el fin del mundo?

I. E.: Las referencias son, por ejemplo, Bach, Richter o Satie. Y a partir de ahí el compositor, Alberto Torres, ha hecho una música muy personal y con una identidad absolutamente propia.

Irene Arcos en 'Tan solo el fin del mundo'

Irene Arcos en ‘Tan solo el fin del mundo’

En su texto, Lagarce, indica: «Esto transcurre un domingo, por supuesto, o también durante casi un año entero». ¿Tú has trabajado alguna referencia temporal concreta?

I. E.: No, no, he trabajado con esa idea que dice él. La obra juega con saltos temporales continuos. Hay algo en la obra que es como un acto de inmolación, es como si él, al borde de su muerte, se presentara ante ellos para darles la última oportunidad de decir lo que piensan. El tiempo nunca está claro: a veces está muerto, a veces está en pasado, a veces está en presente… Es un tiempo desestructurado.

¿Y espacialmente cuál es la propuesta?

I. E.: Pues no tengo acotada la geografía. Pero estamos dentro del Matadero y se ve todo. Toda la sala. Me parece que el espacio es muy poético, y quería aprovechar eso. Ese espacio tan abierto.

Que deja más despojados aún a los personajes, ¿no? ¿Cómo salís después de los ensayos? ¿Cómo acabáis emocionalmente al trabajar todo esto?

I. E.: Bueno, a ver, nuestro trabajo no deja de ser un juego y así nos lo tomamos. Es verdad que a veces, en este juego, pones cosas personales. Pero bueno, yo siento que eso no me daña nunca. Incluso me cura. Enfrentarme con mis muertos, con la propia experiencia personal, así como la que puedan tener los actores… hay ahí un acto curativo.

Catártico.

I. E.: Sí. Esta función es como un rito. Una especie rito, de ceremonia, donde uno… o, al menos, yo salgo mejor. Ese espectáculo me golpea, y por eso lo hago. Cuando remueves parte de tu experiencia vital, que es la base fundamental sobre la que te asientas para poder trabajar, digamos que hay una especie de placer, de curación.

Y con esta función quieres compartir esa sanación con el público, ¿no?

I. E.: Claro, claro. La obra es triste, no vamos a negarlo. Estamos hablando de muerte. Estamos hablando de fracasos. De las dificultades brutales que tenemos a veces de transmitir amor dentro de la familia. Pero a la vez es un canto profundísimo a la vida. Y un grito para que salgamos de ahí y que transmitamos nuestro amor a la gente. Que podamos decirlo y que no nos lo guardemos, pensando lo que piensan los otros. Hay un estudio americano que dice que el 95 % de las cosas que pensamos que piensan los otros están equivocadas. ¡El 95 %! Sin embargo, conformamos toda nuestra vida a través de lo que imaginamos que piensa el otro. Pero nunca lo preguntamos. Y esta obra habla de eso. Y también de que el dolor, el sufrimiento, la enfermedad… todo esto existe en nuestra vida. Y a veces puede ser un apoyo para comprender cosas, un trampolín para cambiar algo, ¿no?

Es verdad. Duro, pero cierto. ¿Con qué frase te quedas de la obra?

I. E.: Buf… Hay infinitas. Cuando la madre dice: «Se puede saber cómo desaparece todo». Esa frase me parte. O cuando Louis dice: «Estos serán los olvidos que lamentaré». No sé. Es que la obra está llena de enormes frases. Me parece que tiene mucha potencia poética. Salvando las distancias, me recuerda un poco a Lorca.

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Escrito por

Hablo de teatro porque conozco bien sus tripas. Creadora de contenidos editoriales y redactora de la Revista Teatro Madrid.

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