Conozco bien la trayectoria de AlmaViva Teatro. Su riesgo, su apuesta por el riesgo. Conozco bien a César Barló, su director, y sé que cuando se lanza a hacer algo lo hace con toda la fe que tiene dentro.
Los gigantes de la montaña es un despliegue de talento. Es un derroche de juego. Qué manera de crear. Qué manera de creer.
Cuando atraviesas la puerta del Teatro Fernán Gómez accedes, directamente, al terreno de juego. Ves a los actores prepararse. Te ofrecen palomitas. Te sonríen. Te sientes, más que nunca, un espectador, porque desde ese preciso instante tomas conciencia de que lo que vas a ver es ficticio, pero vas a jugar a que crees que es real. Antes de sentarte en la butaca la compañía ya te ha hecho entrar al juego.
Antes de sentarte en la butaca la compañía ya te ha hecho entrar al juego.
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Los gigantes de la montaña
Y cuando el juego empieza, también comienza el asombro. Ver a tantos actores en escena jugar sin tapujos, arriesgar, lanzarse al vacío es asombroso. Juegan. Y juegan como niños, porque juegan de verdad. No destaca un solo actor, porque aunque haya algunos con más presencia o con más texto (o las dos cosas a la vez), lo tremendamente maravilloso es el juego de elenco. Todos (Teresa Alonso, Juan Carlos Arráez, Samuel Blanco, Moisés Chic, David Ortega, José Gonçalo Pais, Javi Rodenas, Natalia Rodríguez, Paula Susavila) están ahí, con sus voces y sus cuerpos, con sus varios personajes, preparados para sostener al resto. Para enfocar (literalmente también, porque llevan linternas) allí donde quieren que el espectador mire.
Juegan. Y juegan como niños, porque juegan de verdad.
El espacio sonoro, el juego de voces, la iluminación, la escenografía, el vestuario… Todo configura un universo que desprende luz. El texto no es sencillo: es evocador, es filosófico, es teatral, es inconcluso. No es fácil. Y, sin embargo, la propuesta escénica permite que todo se entienda no ya (o no solo) con la razón, sino (sobre todo) con la emoción. Que se entienda por qué esta obra llega justo ahora.
César Barló configura, en Los gigantes de la montaña, un mundo en el que seguir creyendo. Vivimos tiempos grises y ahora, más que nunca, es un regalo que el teatro nos mueva, nos provoque, nos conmueva, arriesgue de verdad, para hacer de este mundo un lugar un poco menos mediocre. Qué bien cuando el teatro nos aporta un poquito de luz. Un poquito de fe. Y mucho juego. Pero de verdad: como el de los niños.
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