El hilo invisible es una de esas obras que te abrazan desde el primer minuto y no te sueltan hasta mucho después de bajar el telón. Basada fielmente en el libro homónimo, respeta con delicadeza cada matiz emocional, cada enseñanza y cada chispa de magia que enamoran en sus páginas. Pocas adaptaciones pueden presumir de trasladar al escenario, con tanta verdad, el espíritu de la obra original. Aquí lo consiguen: no solo lo cuentan, lo hacen sentir.
En la función que disfrutamos, el elenco brilló con una complicidad que traspasa el escenario. Paula Mori dio vida a Nura con una mezcla perfecta de ternura y energía; Beth, como narradora, hiló la historia con una voz cálida que parecía envolver al público como un manto; Amanda Oropesa interpretó a Lia con una sensibilidad preciosa; Quim González aportó humanidad y humor a su Alex; y Alfonso Marsán supo darle a Quimi ese punto de ingenuidad luminosa que lo hace inolvidable. Cada uno sostuvo su hilo, pero juntos tejieron un tapiz emocional impecable.
La escenografía merece mención aparte. La librería —corazón de la historia— aparece sobre el escenario como un rincón que invita a detenerse, a respirar hondo y a volver a creer en el poder de las historias. De su techo caen hilos que parecen casi vivos, recordándonos que todos estamos conectados de formas invisibles pero reales.
Aunque se trata de un musical, no se refugia en la grandilocuencia ni en el artificio. Su fuerza reside en lo emocional, en lo íntimo, en lo que pasa entre personajes… y entre personas. Es un espectáculo perfecto para cualquier edad: los niños se dejan atrapar por la magia y los adultos reconocen, con una sonrisa, aquello que alguna vez sintieron.
Le damos 10 estrellas, y nos quedamos cortos. Ojalá existieran más propuestas así: hechas con alma, con cariño y con ese tipo de luz que no deslumbra… pero ilumina.