Vania invita a Madrid a tres chupitos de vodka

José Antonio Alba

¿Qué sería del teatro madrileño si no existiera Chéjov? ¿Qué hubiera sido de la corriente escénica más actual de la capital si el ruso se hubiera deprimido y hubiera colgado la pluma cuando le dieron para el pelo en el estreno de La Gaviota? Quizá hoy no hablaríamos de la explosión que casi nos ahoga a base de oxigenar el ambiente teatral de Madrid.

No hay que olvidar que la fiebre Off que se desbordó no hace tanto, ocurrió gracias a la mutación de uno de sus títulos -de Ivanov a Ivanoff– detonando el inicio de todo lo que ahora es el teatro de nuestra ciudad. Madrid, en cuanto a lo teatral, le debe mucho a Chéjov.

Esto viene al caso porque aquel despertar hizo que algunos creadores, para bien o para mal, se sacudieran los complejos y se animaran a abrazar los textos clásicos con miradas renovadas, como ahora, que en menos de dos meses Chéjov ha vuelto a campar por Madrid a sus anchas con tres versiones completamente diferentes de Tío Vania bajo el brazo. ¿Demasiadas? Es cuestión de gustos. Que un título se repita en cartel no empobrece la oferta teatral de la ciudad, recordemos que a la semana hay cerca de trescientos títulos disponibles para el espectador y siempre es interesante descubrir miradas desde ángulos no preestablecidos. Este triplete de visiones de las que son responsables Oriol Tarrasón, Daniel Veronese y Àlex Rigola, lejos de parecerse, nos abren un campo de exploración y de redescubrimiento para hallar cuáles son los aspectos de este texto que revuelven al espectador de hoy en día.

Que Tío Vania aparezca de repente desde tantos flancos diferentes podría ser síntoma de la necesidad de reflexionar sobre el desencanto de un futuro que se nos ha tornado en una realidad frustrante “¿es esto lo que esperábamos vivir?”, sírvanse dos tazas de actualidad y comentemos.

Tanto Tarrasón como Veronese y Rigola, en este triple acercamiento al texto de Chéjov, tienen una misma idea en común: Ahondar en la historia despojándola de todo aquello que se interponga en su empeño por llegar a la esencia de Tío Vania, ya sea fusionando personajes en un mínimo de actores, jugando con la proximidad del espectador o comprimiendo espacios. Tarrasón haciendo añicos la cuarta pared para buscar los ojos del espectador. Veronese reduciendo el espacio a una habitación minúscula donde condesar emociones y Rigola preparando un espectáculo para un número reducido de espectadores.

Después cada uno remontará vuelos diferentes:

El Vania de Oriol Tarrasón que hemos podido ver en el Teatro Fernán Gómez es una versión que entra y sale jugando a romper la cuarta pared, donde la desidia, el desencanto, el hastío del que trata la función es algo que sobrevuela nuestras cabezas, eso sí, sin olvidar que dentro de la vida que languidece se destila una socarronería necesaria, tanto como el vodka, para sobrellevar el tránsito de estos cuerpos que aman inútilmente y que sienten como el fracaso se les come lentamente.

Acto seguido ha irrumpido Daniel Veronese en el Valle-Inclán con Espía a una mujer que se mata, una versión totalmente libre en la que Genet y Las Criadas hacen un cameo con los personajes de Chéjov, poniéndose tibios de vodka, mientras se desmelenan gustosos dando rienda suelta a la comedia de réplica ocurrente y ritmo endiablado, cargando las tintas hasta el desquicie extremo que desemboca en un clímax que muerde el corazón.

Y finalmente será Rigola quien dé vía libre al universo desencantado de su Vania con tan solo cuatro actores y al que esperamos con curiosidad, sabiendo que desde su teatro, este Chéjov, tendrá unos ojos interesantes a los mirar mientras brindamos con un nuevo sorbo de vodka.

Texto José Antonio Alba

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